Una buena cordada en el Morro de los Castaños

Llegamos a la fonda CAU sedientos de terremotos y de un plan para jugar a ser exploradores de los Andes Centrales. Originalmente, iríamos a subir montañas cerca del Volcán Maipo, pero no nos dieron la autorización para acceder por razones ajenas a nosotros.

Opciones, como siempre, abundaban. Esta vez el tiempo no escaseaba, así que un lienzo en blanco esperaba por nuestro plan. Paradojalmente, la falta de restricciones puede dificultar la creatividad, así que definimos al menos una condición a cumplir: intentar una montaña sin ascensos previos.

El Morro de los Castaños fue la decisión natural de un grupo que ya había tenido intenciones de explorar el Cajón del Esmeralda detrás del Cerro El Plomo en una salida caótica a principios del invierno. Sería una linda revancha para una cordada ávida por explorar.

Aproximación

Después de lograr que AES Gener nos dejara entrar al terreno fiscal del Río Olivares y Río Colorado, partimos los cinco rumbo a la Vega Honda. Emil Stefani (el geólogo romántico), Catalina Medina (la multifacética y a ratos exploradora), Agustín Ferrer (el documentador prematuro), David Cossio (el artista de las montañas) y quien escribe partimos cargados con comida para cinco días, algunos elementos de seguridad, sacos y carpas. David incluía en su mochila un dron y todo su equipo fotográfico.

Los 18 kilómetros de aproximación del primer día fueron cansadores, pero el ojo geólogo de Emil nos transportó a los lentos tiempos de las montañas y a su formación casi coreográfica. De todas formas, el segundo día se iniciaba el camino que desconocíamos y que nos mantenía ansiosos por descubrir.

Iniciando la marcha desde la bocatoma del Río Olivares
Llegando a la Vega Honda, con la icónica vista a la Cordillera Ferrosa

En el verano recién pasado, tuve la suerte de encontrarme con un gran grupo de arrieros del Olivares al volver del Nevado Juncal. Ahí, entre banquetes y brebajes, nos comentaron que algunos llevaban tradicionalmente a sus animales al Cajón del Esmeralda. No fue algo que pasara desapercibido para mí, dado que había visto un año antes algunos vestigios desde la ladera del frente. Mantuvimos el contacto y nos facilitaron toda la información para acceder.

Acceso al Cajón del Esmeralda

No esperábamos que el acceso fuera tan evidente. La huella, reforzada año a año por los arrieros y sus animales, estaba muy marcada. Nos sorprendió que fueran capaces de superar algunas pasadas que a nosotros nos complicaron, especialmente al regreso.

Catalina Medina y Emil Stefani ingresando al Cajón del Esmeralda con el Río Olivares de fondo
David Cossio pasando la malla de los arrieros bajo la mirada del Cerro Tronco

El segundo día llegamos finalmente al campamento base, muy separados, y con diferentes expectativas respecto a lo que se vendría. Estábamos a 3100 metros de altitud, mientras que la cumbre supera los 4700 metros. Un ataque a cumbre desde el campamento base por el día no permitiría que los cinco nos paráramos en su cumbre.

Fracasar en el plan es planificar el fracaso

A simple vista no se veía una ruta obvia, y debíamos confiar en una canaleta de orientación oeste que vimos en fotos satelitales, una fuente que no siempre es de confianza. El plan original era intentar la cumbre al tercer día, el cuarto día explorar y bajar a la Vega Honda y el quinto volver al auto.

Lengua del Glaciar Esmeralda de donde nace el estero homónimo.
Ruta de ascenso del cerro. El glaciar superior y la canaleta oeste no se ven en la foto.

Conversé con Emil al llegar y llegamos a una rápida conclusión: esos 1600 metros de desnivel eran muy duros para un día, considerando también que debíamos explorar, y el fracaso, en ese caso, era altamente probable. En el mejor de los casos, uno o dos de nosotros harían cumbre, pero no queríamos sentenciar de esa manera nuestro destino.

Un rato después, pudimos ubicarnos todos juntos mirando el Morro de los Castaños y una parte del inmenso Glaciar Esmeralda. El cansancio nos tenía a todos reunidos para reevaluar el plan.

Por mi parte, perdí la fe en encontrar una ruta factible y sin dificultades técnicas mayores. Incluso, surgió mi ya clásica mediocridad improvisada, y planteé la opción de hacer un intento breve al cerro y dedicarnos más a explorar y fotografiar. Mi propuesta no fue bienvenida. El consenso fue dedicar todos los esfuerzos a hacer cumbre.

Ya convencidos, con una creciente esperanza y un ánimo mejorado, comenzaron a aparecer soluciones a problemas con los que lidiábamos en ese momento. Emil encontró agua limpia emergiendo de la morrena a pocos metros del campamento, hicimos una breve caminata que nos permitió determinar la vía de acceso al glaciar superior y David bajó al estero a sacarse fotos cual David de Miguel Ángel.

Canaleta de acceso al glaciar superior.

El nuevo itinerario consistiría en usar los dos días siguientes en el ascenso al Morro de los Castaños. El primer día lo tomaríamos con calma y aproximaríamos por morrenas hasta la base de la canaleta de acceso al glaciar superior. El segundo, sin apuro, sería el día de cumbre y descenso hasta la Vega Honda.

Veíamos con buenos ojos nuestro nuevo cronograma que privilegiaba la exploración y la subida afiatada de la cordada. Mark Twight lo explica bien en una frase: «It’s easy to go hard, but it’s hard to go smart». Una indigna traducción es: «Es fácil darle duro, pero es duro darle inteligente». Si fallábamos, sería ya por otra cosa. Por ejemplo, que la ruta fuera muy técnica para nosotros.

Dado que partiríamos al campamento alto en la tarde del tercer día para descansar, David me invitó esa mañana a avanzar por la morrena para observar más de cerca el Glaciar Esmeralda y usar una de sus tres baterías del dron para hacerle unas tomas aéreas. Quedamos maravillados ante el espectáculo glaciar, pero aún no comprendíamos que solo estábamos viendo una pequeña porción de éste.

David fotografiando las morrenas y el Glaciar Esmeralda.
Glaciar Esmeralda.

Al campamento alto

Emil y Agustín lideraron el ascenso al campamento alto, en una progresión por morrena tranquila, pero de gran avance. No lograba comprender cómo habíamos ascendido 200 metros en media hora, considerando que no nos apuramos nunca. Incluso, Emil y Agustín se divertían recogiendo rocas únicas infestadas de minerales. Para avanzar rápido, hay que ir lento.

Llegamos a los 3700 metros sin problema, en un gran plateau. Estaba listo para preparar mi vivac, cuando Emil, insatisfecho tal vez por la falta de cansancio, nos planteó la posibilidad de subir el campamento alto a un lugar que se veía mejor para el día siguiente, 200 metros más arriba. Le dijimos: «Anda y avísanos si está bueno» y subió.

Un rato después, estábamos los cinco en el campamento alto de Emil con una vista impresionante hacia la Sierra Esmeralda y la Cordillera Ferrosa. David y Cata en la carpa de ataque, los demás vivaqueando en una poderosa pirca que construimos. Y a dormir, que mañana saldríamos a las 3 de la madrugada.

Campamento Alto. Dos en carpa, los demás vivaqueando.

Día de cumbre

Me convencí de que la mejor estrategia para hacer cumbre era mantener un ritmo lento que no cansara a ninguno de la cordada y así nos mantendríamos unidos. Nos atrasamos un poco y me puse adelante para obligar a todos a no acelerarse. Cuando a uno le toca ese rol de asumir responsabilidad, aumenta la concentración y el cansancio pasa a segundo plano.

Comenzamos a caminar y sentimos un poco de nieve caer. Agustín propuso volver a tapar su saco, pero yo sospechaba que esos copos eran obra del viento y no era precipitación. Esto, sumado a mi deseo de mantener el ritmo parsimonioso me hizo decirle que no lo hiciera, sin dar espacio a discusión. Fui autoritario e intransigente, a pesar de que no habríamos perdido más de 5 minutos. Agustín no insistió mucho, pero después me dijo que habría preferido obedecerse a sí mismo. Le pedí perdón porque tenía toda la razón.

Paso a paso fuimos avanzando por acarreos, aprovechando cada penitente que se transformaba en escalón y descansando pocas veces por poco tiempo. El frío no alcanzó a ser particularmente intenso y la ruta se hacía obvia hasta el glaciar.

El avance nocturno.

Al acercarnos al glaciar, las morrenas adoptaron formas menos amigables, pero siempre nos permitieron seguir progresando sin problemas. La fina capa de hielo superficial comenzó a asomarse al mismo tiempo que la luz del sol surgía tímida desde Argentina. Cruzamos el glaciar sin ningún problema, mientras David aprovechó de usar su segunda batería del dron.

Glaciar superior.

La ansiedad por encontrar la canaleta que nos permitiría acceder al filo cumbrero, me incitó a acelerar y separarme del grupo. Aproveché la instancia para tomar algunas fotos a mi cordada con las luces de la mañana maquillando las montañas a lo lejos. Esas pausas permiten apaciguar los miedos y recordar que cada paso es un regalo.

David, Emil y Cata avanzando con el Nevado Juncal y Nevado del Plomo de fondo.

Llegamos a la base de una canaleta que iniciaba con un breve acarreo y seguía por un nevero de penitentes ideales para progresar. La incógnita estaba arriba, pero yo estaba convencido de que habría una salida al filo cumbrero. Mis dudas recaían en un posible torreón de cumbre.

Buscando la canaleta (hacia la izquierda).

Desde el campamento base se veía que el filo cumbrero era continuo y de suaves pendientes de oeste a este, hasta un corte considerable que lo separaba de una pequeña torre. Cada paso que di ese día llevaba consigo las ganas casi autodestructivas de descubrir un obstáculo insuperable en esos últimos metros.

Nos reunimos y nos preparamos para subir. Afrontamos el nevero con crampones y avanzamos nuevamente con paciencia para no cansarnos demasiado. Aún así nos separarnos un poco, por mi ímpetu por encontrar el mejor camino y así evitarle ineficiencias a mis compañeros. Errores a esta altura pueden significar la pérdida total de la motivación cuando el cuerpo está muy exigido. Ignoraba en ese momento que todos estaban aún con bastante energía, fuertes y animados.

David subiendo por la primera canaleta, con el Glaciar de los Castaños de fondo

Lentamente me di cuenta que la salida de la canaleta podría ser desafiante, pero en ese mismo proceso comenzó a aparecer otra canaleta al norte de la nuestra que continuaba hacia arriba. La ruta contemplaba un pequeño traverse por un acarreo precario hasta una arista divisoria y comencé a progresar por la canaleta secundaria. Esta estaba algo más seca, con más pendiente, pero sin más dificultades que la capacidad de generar molestia a ratos y consumir los muslos y las pantorrillas.

Una vez que todos estábamos ya en la misma senda, nos tomamos un descanso, observando la pared este de El Plomo. Decenas de columnas de roca separadas por finas acumulaciones de nieve llenan la pared hasta dar el acceso a su zona de cumbre sobre los 5000 metros.

David luchando con la segunda canaleta.

Nos tomamos un buen tiempo, y al partir, decidimos ir directo al filo cumbrero con David para intentar resolver el misterio final. Salimos de la canaleta a una arista de bloques de rocas superpuestas que nos brindó algo de entretención. No había ninguna pasada difícil, pero a ratos la arista ofrecía una enorme exposición. Disfrutamos los obstáculos, con el hambre de encontrar qué había más allá.

Pared este del Cerro El Plomo desde el filo cumbrero

Finalmente, llegaba el momento esperado. Me movía una mezcla de masoquismo e ilusión, pues sabía que lo más probable era encontrarme con un obstáculo insuperable.

No tardé más de un segundo en mirar el filo hasta la cumbre y concluir que no lograríamos nuestro ansiado primer ascenso. El filo rocoso se angostaba de a poco desde donde los mirábamos con David hasta solo darle espacio a una persona. A medio camino, se observaba la línea de la nieve que recubría la cara sur, mientras el lado norte mostraba una gran pendiente de roca laja suelta. El filo ascendía un poco hacia la cumbre, pero se cortaba y al final se observaba la cúspide: una pequeña plataforma 2 o 3 metros más alta que la sección anterior.

Tomé la radio y, sin esperar respuesta, dije: «La arista no conecta con la cumbre, rebotamos. Suban igual porque la vista es increíble, se ve todo. Avanzaré para ver si hay algo.»

David, con toda calma, sacó su cámara para disfrutar el momento. Yo no podía esconder mi desazón, llegamos muy cerca. Lo asumí rápidamente, pero igual me acerqué, más por la obligación de tener que agotar las posibilidades que por una esperanza genuina.

Di unos pocos pasos buscando un lugar para descansar, siempre con los ojos en ese corte abismal que nos separaba del sueño conjunto. Mientras avanzaba, lentamente el abismo cambió de forma y apareció un puente. Era una continuación de la arista que llegaba a la cumbre.

El momento en que vimos que la arista conectaba con la cumbre.

Lo celebré como un gol de la selección, como un 4 en un ramo que esperaba reprobar. Puños en alto, saltos descoordinados con crampones. Me di media vuelta y le grité a David: «¡Cumbre! ¡Hay pasada!» Me respondió con más puños y saltos indecorosos.

Tomé la radio: «¡Hay pasada! ¡Hay cumbre! ¡Primer ascenso! ¡Los esperamos!» Respondieron, pero no entendí nada. No me importó. Me saqué la mochila, tomé algunas fotos, grabé videos y comí. Miré la cuenca del Olivares, una vista que jamás imaginé que vería. Recordé a mis cordadas con quienes estuve en los cerros que observábamos: Alto de los Leones, Juncal y Nevado del Plomo. Viví la emoción intensamente en ese lugar, que no era la cumbre.

Río Olivares, la Sierra del Coironal, y varios clásicos del Cajón del Maipo al fondo.

Llegaron los demás y alguien osó mencionar que debíamos ser cautos con la sensación de cumbre. Aún no la alcanzábamos. Ignoré el consejo, no veía ninguna dificultad en el corto tramo restante.

Dejamos las mochilas, llevamos lo esencial, la caja de cumbre, donde ya habíamos escrito con fósforos porque se me quedó el lápiz, y banderines. Mis ganas me impulsaron a ir primero nuevamente, seguido por Cata, Emil, Agustín y David. El terreno se volvía más expuesto en esa sección de nieve hacia el sur y piedras al norte, hasta que llegamos al puente que se escondió en mi primera observación.

La pasada era precaria. Piedra laja suelta por todas partes y no tenía más de medio metro de ancho. A cada lado, un precipicio y las rocas apenas se sostenían. Pasé lentamente, evitando que éstas cayeran y sin intentar verme digno. Gateé una sección y salí a la cumbre que se ensanchaba un poco y tenía espacio para todos.

Cata lo intentó, mientras Emil y yo le aconsejábamos cada paso, pero decidió devolverse en la parte más expuesta, a dos metros de la cumbre. Los demás pasaron, cada uno en su estilo.

Sacamos fotos y Agustín dejó el testimonio. Dudamos si era la cumbre porque había otro punto, con un puente mucho peor, un par de metros más allá. Las posteriores tomas de dron de David nos confirmaron que le habíamos acertado.

Salimos de ahí con cuidado y nos tomamos la foto de cordada en el punto donde dejamos las mochilas. David y Agustín se quedaron haciendo tomas de dron y fotos, mientras los demás comenzamos el lento y prolongado descenso hasta la Vega Honda, escuchando los relatos históricos que Emil nos tenía preparados.

Agustín en la cumbre del Morro de los Castaños.
La gran cordada en el campamento base, antes del ascenso. Foto de David.

La llegada a Santiago fue tranquila y nos sentimos muy satisfechos con lo realizado. La salida nos permitió conocer todo un cajón escasamente explorado y realizar el primer ascenso al Morro de los Castaños, sin sufrir más de la cuenta.

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